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🌼 viernes 19 abril 2024
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Lola Vicente: «Siempre existió el ayer»

Escribe Lola Vicente: “El título que en principio decidí dar a este libro fue el de Manuela, hasta que un buen día, el arquitecto que lo ilustra, mi amigo Miguel Ángel García Gil, dijo: “Este libro debería llamarse Y yo también. Me quedé mirándole pensativa y exclamé: “¿Cómo lo tienes tan claro?”. Y así se titula su poemario del cual José López Rueda dice en el prólogo: “Y yo también es un pequeño relato en verso con un mínimo que permite a la autora disminuir su angustia plasmándola en palabras. La tensión espiritual que supone su lucha por vencer la soledad y el desamparo se resuelve en un texto intensamente lírico bordado sobre el sustento narrativo que lo sustenta”, y continúa, “Esta Manuela que pasea sus congojas y sus ansias de amor por el paisaje segoviano de Carboneras, asociando su dolorido sentir con la naturaleza en sus distintas manifestaciones, es en verdad una Lola-Manuela”.

El libro se estructura en dos partes y 39 poemas. La primera, “En un lugar cualquiera”, nos recuerda un aserto de Alejandra Pizarnik: “Llega un día en que la poesía se hace sin lenguaje”. La conciencia es quien habla, el alter ego de Manuela. Ella podemos ser cualquiera de nosotros, aquellos a quienes embarga la soledad y no tienen más horizontes que su amargura. En “La tempestad”, Lola Vicente escribe: “Bajo la cenicienta nebulosa/el temporal es suma/de las indefensiones./La tormenta pelea,/desdibuja el ambiente,/salta por todas partes,/grita,/alborota y crece/mientras una mujer,/desde la reciedumbre,/intuye su futuro y exaspera…”.

Como decía Neruda “será verdad que estamos solos”.  La pregunta sería ¿qué es el futuro, dónde está? Se nos escapa de los dedos, al menos el pasado nos permite vivir en la nostalgia, atarnos a los recuerdos, reconstruir la memoria. El futuro es una entelequia. Alguien dijo que sólo se es feliz después de haberlo sido, esto querría decir que mientras vivamos con los seres queridos, en el espacio deseado, alrededor de nuestras aficiones, afanes y vivencias estamos seguros de que el día siguiente será mejor que el anterior. La mayor parte de las veces no es así. Y los versos de Lola Vicente lo certifica. «Después de tanto siglo acostumbrado,/los hijos se marcharon,/quebrantaron las reglas”. Y lo mismo que los hijos abandonan el nido, casi siempre seguro y confortable, por la puerta trasera entra la soledad. Esa es la tragedia de Manuela, que puede ser nuestro alter ego, el personaje idéntico a nosotros, hoy no, mañana. Ahí está ese “Y yo también”, yo también soy el abandonado, la abandonada, los solitarios en contra de nuestra voluntad.


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Lola Vicente escribe en otro poema: “Manuela conjetura,/se estremece, evidencia,/deja pasar el tiempo, no sé cómo,/lo que habita o no habita,/la casa de la esquina de la plaza./Antaño fue distinto: ella anhelaba,/pensaba e insistía/como pudiera hacerlo cualquiera otra;/más, ahora, ya nunca./Hoy acecha el vacío”. Ese es el gran drama, el inmenso vacío en que se cobija la negra soledad. ¿Qué eso es parte de nuestra biografía? Pues, claro, y los haceros de versos hablan de ello, aunque no les escuchemos, porque a veces es suficiente con una simple mirada. El chileno Sergio Macías nos deja en sus hermosos “Haikus de la transparencia” algunos retazos: “El tiempo pasa./Breve es la existencia./Nada nos queda”. Así es. Esa casa habitada por el padre, la madre, los hermanos se va quedando vacía por la juventud de los últimos, y eso parece lo habitual, pero otras veces todo se descabala, por ejemplo, cuando desaparece el padre, cuando nos hijos están y no están, cuando los familiares más cercanos no aparecen ni los fines de semana ni por Navidad. “Y yo también” puedo sufrir, sufro, esa desventura de una Manuela navegando por la nada. “Camina muda y sola” amplifica este sentimiento: “Nadie recuerda de su voz el tono,/no hay ninguno que escuche su palabra/ni el suspiro que lanza/al viento, cuando cruza/entre los aledaños de poniente”. Esos aledaños pueden situarse en la provincia de Segovia, en Yecla patria chica de la autora, o en el mismísimo Nueva York. Leamos “Cuando llovizna” (“el temporal es suma/de las indefensiones) o “Cuando acontece la nostalgia”. Ya lo dice la autora, “Siempre existió el ayer”, el presente es únicamente un estribo hacia a la indefensión, hacia la amargura.

“Como caña de bambú” es la segunda parte y aquí parece que Manuela se sitúa a cierta distancia, que Lola Vicente forma aparte de todo el entramado existencial: “Cuando la soledad es un boquete/rodeado de escarcha,/cuando todo está inmóvil,/cuando cierran la puerta los vecinos,/ella observa la luna abandonada,/y saborea un mutismo que estremece”. Y, con ello, permite al lector penetrar en sus insinuaciones líricas, en, como indica José López Rueda en la introducción, el espacio de “la tensión espiritual que supone la lucha por vencer la soledad…”. La mujer como todas las mujeres y gran parte del género humano penetra en territorios de incomprensión, se siente cerca del amor, pierde la partida, recupera la pasión, vive. Y, de esta manera, deambula por el mundo de los egoísmos que, de nuevo, conduce al drama de la soledad cerca, eso sí, de los bellos atardeceres y de los vaporosos arco iris que asaltan los trigales o los mares del otoño. “Si después de morir quisieran escribir mi biografía/nada hay más simple”, escribe Fernando Pessoa.

Esa es nuestra biografía, la de un siglo atosigado por la prisa, las crisis, las distancias. O sea que cuando el amor llama a la puerta de Manuela, a nuestra parte, está teniendo lugar un presente delicioso. Y ese presente es capaz de borrar, de momento, los trágicos futuros de la nada. ¿Qué más puede acercársenos? Pues, mientras tanto, podemos estar en el centro del gozo, es cuando, Manuela, “lo decide/resuelve amar de nuevo”. La autora, como una intrépida dramaturga resuelve de un plumazo los problemas, arranca a su protagonista de la soledad y la sitúa en medio de las tardes jubilosas: “Manuela, sometida/como cuadra por siglos a la hembra,/espera que él irrumpa,/que conquiste su núcleo/repleto de promesas/y trepidar de conchas”. A veces es el deseo quien manda, el que reconstruye irónicamente la felicidad de los tiempos pasados, el que sitúa en presentes acomodaticios, aunque, desgraciadamente, sea incapaz de pronosticar el devenir más esperado. Así es como la poesía se hace sin lenguaje porque sólo precisa la emoción, como la que pone en sus versos Lola Vicente.

De todas formas ya decía Pessoa: “El poeta es un fingidor”.

Manuel Quiroga Clérigo


 

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Escribe Lola Vicente: “El título que en principio decidí dar a este libro fue el de Manuela, hasta que un buen día, el arquitecto que lo ilustra, mi amigo Miguel Ángel García Gil, dijo: “Este libro debería llamarse Y yo también. Me quedé mirándole pensativa y exclamé: “¿Cómo lo tienes tan claro?”. Y así se titula su poemario del cual José López Rueda dice en el prólogo: “Y yo también es un pequeño relato en verso con un mínimo que permite a la autora disminuir su angustia plasmándola en palabras. La tensión espiritual que supone su lucha por vencer la soledad y el desamparo se resuelve en un texto intensamente lírico bordado sobre el sustento narrativo que lo sustenta”, y continúa, “Esta Manuela que pasea sus congojas y sus ansias de amor por el paisaje segoviano de Carboneras, asociando su dolorido sentir con la naturaleza en sus distintas manifestaciones, es en verdad una Lola-Manuela”.

El libro se estructura en dos partes y 39 poemas. La primera, “En un lugar cualquiera”, nos recuerda un aserto de Alejandra Pizarnik: “Llega un día en que la poesía se hace sin lenguaje”. La conciencia es quien habla, el alter ego de Manuela. Ella podemos ser cualquiera de nosotros, aquellos a quienes embarga la soledad y no tienen más horizontes que su amargura. En “La tempestad”, Lola Vicente escribe: “Bajo la cenicienta nebulosa/el temporal es suma/de las indefensiones./La tormenta pelea,/desdibuja el ambiente,/salta por todas partes,/grita,/alborota y crece/mientras una mujer,/desde la reciedumbre,/intuye su futuro y exaspera…”.

Como decía Neruda “será verdad que estamos solos”.  La pregunta sería ¿qué es el futuro, dónde está? Se nos escapa de los dedos, al menos el pasado nos permite vivir en la nostalgia, atarnos a los recuerdos, reconstruir la memoria. El futuro es una entelequia. Alguien dijo que sólo se es feliz después de haberlo sido, esto querría decir que mientras vivamos con los seres queridos, en el espacio deseado, alrededor de nuestras aficiones, afanes y vivencias estamos seguros de que el día siguiente será mejor que el anterior. La mayor parte de las veces no es así. Y los versos de Lola Vicente lo certifica. «Después de tanto siglo acostumbrado,/los hijos se marcharon,/quebrantaron las reglas”. Y lo mismo que los hijos abandonan el nido, casi siempre seguro y confortable, por la puerta trasera entra la soledad. Esa es la tragedia de Manuela, que puede ser nuestro alter ego, el personaje idéntico a nosotros, hoy no, mañana. Ahí está ese “Y yo también”, yo también soy el abandonado, la abandonada, los solitarios en contra de nuestra voluntad.


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Lola Vicente escribe en otro poema: “Manuela conjetura,/se estremece, evidencia,/deja pasar el tiempo, no sé cómo,/lo que habita o no habita,/la casa de la esquina de la plaza./Antaño fue distinto: ella anhelaba,/pensaba e insistía/como pudiera hacerlo cualquiera otra;/más, ahora, ya nunca./Hoy acecha el vacío”. Ese es el gran drama, el inmenso vacío en que se cobija la negra soledad. ¿Qué eso es parte de nuestra biografía? Pues, claro, y los haceros de versos hablan de ello, aunque no les escuchemos, porque a veces es suficiente con una simple mirada. El chileno Sergio Macías nos deja en sus hermosos “Haikus de la transparencia” algunos retazos: “El tiempo pasa./Breve es la existencia./Nada nos queda”. Así es. Esa casa habitada por el padre, la madre, los hermanos se va quedando vacía por la juventud de los últimos, y eso parece lo habitual, pero otras veces todo se descabala, por ejemplo, cuando desaparece el padre, cuando nos hijos están y no están, cuando los familiares más cercanos no aparecen ni los fines de semana ni por Navidad. “Y yo también” puedo sufrir, sufro, esa desventura de una Manuela navegando por la nada. “Camina muda y sola” amplifica este sentimiento: “Nadie recuerda de su voz el tono,/no hay ninguno que escuche su palabra/ni el suspiro que lanza/al viento, cuando cruza/entre los aledaños de poniente”. Esos aledaños pueden situarse en la provincia de Segovia, en Yecla patria chica de la autora, o en el mismísimo Nueva York. Leamos “Cuando llovizna” (“el temporal es suma/de las indefensiones) o “Cuando acontece la nostalgia”. Ya lo dice la autora, “Siempre existió el ayer”, el presente es únicamente un estribo hacia a la indefensión, hacia la amargura.

“Como caña de bambú” es la segunda parte y aquí parece que Manuela se sitúa a cierta distancia, que Lola Vicente forma aparte de todo el entramado existencial: “Cuando la soledad es un boquete/rodeado de escarcha,/cuando todo está inmóvil,/cuando cierran la puerta los vecinos,/ella observa la luna abandonada,/y saborea un mutismo que estremece”. Y, con ello, permite al lector penetrar en sus insinuaciones líricas, en, como indica José López Rueda en la introducción, el espacio de “la tensión espiritual que supone la lucha por vencer la soledad…”. La mujer como todas las mujeres y gran parte del género humano penetra en territorios de incomprensión, se siente cerca del amor, pierde la partida, recupera la pasión, vive. Y, de esta manera, deambula por el mundo de los egoísmos que, de nuevo, conduce al drama de la soledad cerca, eso sí, de los bellos atardeceres y de los vaporosos arco iris que asaltan los trigales o los mares del otoño. “Si después de morir quisieran escribir mi biografía/nada hay más simple”, escribe Fernando Pessoa.

Esa es nuestra biografía, la de un siglo atosigado por la prisa, las crisis, las distancias. O sea que cuando el amor llama a la puerta de Manuela, a nuestra parte, está teniendo lugar un presente delicioso. Y ese presente es capaz de borrar, de momento, los trágicos futuros de la nada. ¿Qué más puede acercársenos? Pues, mientras tanto, podemos estar en el centro del gozo, es cuando, Manuela, “lo decide/resuelve amar de nuevo”. La autora, como una intrépida dramaturga resuelve de un plumazo los problemas, arranca a su protagonista de la soledad y la sitúa en medio de las tardes jubilosas: “Manuela, sometida/como cuadra por siglos a la hembra,/espera que él irrumpa,/que conquiste su núcleo/repleto de promesas/y trepidar de conchas”. A veces es el deseo quien manda, el que reconstruye irónicamente la felicidad de los tiempos pasados, el que sitúa en presentes acomodaticios, aunque, desgraciadamente, sea incapaz de pronosticar el devenir más esperado. Así es como la poesía se hace sin lenguaje porque sólo precisa la emoción, como la que pone en sus versos Lola Vicente.

De todas formas ya decía Pessoa: “El poeta es un fingidor”.

Manuel Quiroga Clérigo


 

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